domingo, 25 de septiembre de 2011

REVOLUCION INDUSTRIAL

Delfaud, Gérard, Guillaume, Lesourd:
NUEVA HISTORIA ECONÓMICA MUNDIAL
Capítulo I (FRAGMENTO)
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Una de las características del siglo XIX económico es la aparición de una portentosa serie de inventos difíciles de señalar con precisión. A menudo les precedieron experiencias y fracasos, y cada uno de ellos fue objeto de correcciones y perfeccionamientos posteriores a su fecha «oficial» de nacimiento, de tal modo que sólo algunos años más tarde estarían listos para ser utilizados.

La expresión de una innovación técnica: dos ejemplos

El invento más notable del siglo XVIII fue la máquina de vapor, cifrado, generalmente, en 1782: la máquina de doble efecto de James Watt. Sin embargo, hacía casi cien años que se realizaban investigaciones en medio de la indiferencia contemporánea. Así, el protestante francés Denis Papin, refugiado en Inglaterra y luego en Alemania, construía, a comienzos de siglo, la primera máquina de cilindro y pistón y el primer barco de vapor. Luego, en 1705, vino la bomba de vapor del inglés Newcomen; en 1769, el coche de ruta de Cugnot y en 1776 el barco de Jouffroy d'Abbans.
En 1765, J. Watt imaginó un procedimiento para separar del condensador —a donde, por una válvula, el vapor va a enfriarse— el cilindro siempre caliente donde se mueve el pistón. Se trataba de la máquina de efecto simple, que se puso en servicio en 1775, y que aún se limitaba
a accionar una bomba mediante su movimiento de vaivén.
En 1781-82, el mismo Watt inventó la máquina de efecto doble, puesta en servicio en 1784, y en la cual el pistón estaba dentro de un cilindro cerrado en ambos extremos, lo que permitía hacer actuar al vapor sobre cada cara del pistón; después, el movimiento circular y por último en 1786,
el regulador.
En 1804, desconociéndose mutuamente, el norteamericano Oliver Evans y el ingeniero de minas inglés Richard Trewthick, hicieron rodar sobre rieles las primeras locomotoras de vapor a alta presión. En 1814, George Stephenson, otro ingeniero de minas, logró arrastrar los vagones de carbón sobre rieles de fundición con una locomotora (El Cohete) que luego, en 1817, perfeccionó por medio de la caldera de vapor de Seguin. Después del memorable trayecto del 27 de septiembre de 1835, en que la «locomotora» de Stephenson arrastró vagones de pasajeros de Stockton a Darlington, el primer tren regular unía, en 1830, Liverpool con Manchester.

A partir de 1800, quinientas máquinas de Watt accionaban 1800 telares mecánicos, molinos (por ejemplo, 2 máquinas de 50 caballos para los 50 pares de muelas de los Albion Mills, cerca de Londres), martinetes y máquinas de acuñar moneda.
Watt tuvo la suerte de encontrar en un fabricante de juguetes de Birmingham, Mathew Boulton, al industrial inteligente y audaz que comprendió el interés fundamental de sus trabajos y puso a su disposición talleres y capitales; él fue el generoso divulgador de las «bombas de fuego», ya
que, por sumas ridículas, ubicó las que él construía en las instalaciones de sus colegas o en el extranjero, durante todo el período en que tuvo vigencia la patente que había comprado a Watt, es decir, de 1769 a 1800.
Si bien es cierto que en 1829, enganchadas a los vagones, las locomotoras circulan en Gran Bretaña y en Francia, sólo se trata de prototipos aislados para un transporte ínfimo de mercancías. En Gran Bretaña habrá que esperar aún diez años para ver las primeras líneas; y en Francia, después de la inauguración, para viajeros, de la línea Lyon- Saint-Étienne, en 1882, sólo cinco años más tarde se construyó la línea París-Saint-Germain. A finales de 1851, había tendidos 3.500 kilómetros de vías férreas en Francia, de modo que para el período de 1847 a 1854, es todavía la vía acuática la que asegura el transporte de 1700 millones de toneladas/kilómetro, contra 300 que corresponden a los ferrocarriles.
En 1709, Abraham Daby, propietario de forjas de Coalbrookdale (Shropshire), trata de reemplazar el carbón de leña por el carbón mineral —en forma de coque— para producir fundición, procedimiento que termina de perfeccionarse para su aplicación en el año 1830. Con la recuperación de los gases calientes para calentar el aire insuflado en la base del alto homo, y economizar así la mitad del consumo de coque los Darby fueron los únicos que lograron producir, en 1753, fundición de coque (20 toneladas por semana, poco más o menos); luego, este procedimiento se generalizó y en 1806 el 97% de la fundición inglesa se obtenía del coque. Los altos hornos ingleses de coque llegaban a 60 en 1788, a 227 en 1806 y a 305 en 1826. En
Francia, François de Wendel realizó los mismos ensayos en Hayange (Lorena) en 1769, y en 1784 tenía altos hornos de coque funcionando normalmente en Hambourg: al año siguiente, en compañía del ingeniero inglés Wiikinson, inauguraba los cuatro altos hornos de coque del Creusot. Pero en 1805, todavía el 98% de la fundición francesa se realiza con carbón de leña, en 1850, esta proporción llegaba al 50% y sólo hacia 1870 descendió al 9%.

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LA EVOLUCIÓN DEMOGRÁFICA
En el trasfondo de las corrientes económicas hay un crecimiento general de la población mundial. He aquí, según Alfred Sauvy, la evolución de la población durante un milenio:

Cuadro 2

El crecimiento demográfico del siglo XIX contrasta con el de los siglos anteriores al siglo XVIII, muy débil y lento, interrumpido incluso por períodos seculares de retroceso, así como con los del siglo XX, en el que se volverá tan rápido que merecerá el término de «explosión».
Este crecimiento tiene su origen en modificaciones profundas de los ritmos de natalidad y de mortalidad. Antes de la mitad del siglo XVIII, «la muerte ocupaba el lugar central de la vida, así como el cementerio el del centro del pueblo » (A. Armengaud).
Hacia 1750, la tasa general de mortalidad oscila entre el 30 y el 40°/oo; la mortalidad infantil es casi siempre superior al 350°/oo; se trata tanto de una mortalidad regular, muy frecuente entre los niños criados entre jóvenes y precoz en los adultos, como de una mortalidad masiva, provocada por las crisis del hambre, epidemias.

La natalidad es muy elevada, con una tasa de 35 a 40°/oo, pero los matrimonios son, por lo general, tardíos, muy prolongados los intervalos intergenésicos, las uniones a menudo interrumpidas por la muerte de alguno de los cónyuges, el período de fertilidad relativamente corto, y las familias, en consecuencia, son menos numerosas que lo que se creyó por mucho tiempo: dos o tres hijos, cuatro o cinco personas en total.
En la segunda mitad del siglo XVIII se produce: — retroceso de la mortalidad, que pasa de 35-40°/oo a 30°/oo — mantenimiento de una natalidad elevada: 35 a 40°/oo. Es a esto a lo que se llama la revolución demográfica, que ilustra el siguiente gráfico:

La diferencia B-C, de baja rápida de la mortalidad, mientras se produce un aumento de natalidad, corresponde a un crecimiento masivo de la población. La diferencia mortalidad-natalidad de 35º/oo a 40º/oo para el Antiguo Régimen es una estimación aproximada. Según los países y los periodos, la diferencia es mucho más variada.
Un ejemplo casi puro de revolución demográfica nos lo ofrece Gran Bretaña, Hasta 1750, la muerte pulula allí tanto como la vida, y el crecimiento es relativamente débil. De 1750 a 1850, poco más o menos, la mortalidad disminuye rápidamente y en proporciones importantes; la natalidad sigue muy elevada. En consecuencia, la diferencia entre las muertes y los nacimientos es importante, y la tasa de crecimiento, considerable. Después de 1850, la natalidad tiende a descender, vuelve a encontrarse una diferencia entre natalidad y mortalidad del mismo orden que el que había antes de 1750.
Francia, por el contrario, carece de revolución demográfica para estas fechas. No cabe duda de que entre 1750 y 1850 la diferencia entre mortalidad y natalidad es algo menor que antes y después de estos años, respecti
que en Gran Bretaña y la natalidad, en cambio, mucho más velozmente.
Esta nueva situación se debe a la convergencia de profundas modificaciones, tales como alimentación menos pobre en calidad y en cantidad, retroceso de ciertas enfermedades
contagiosas graves, como la viruela, actividad económica estimulante, mejor producción agrícola, nuevas industrias.

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Esta revolución demográfica es, en general, anterior a la industrialización.
En lo que se refiere al conjunto del siglo XIX, se han podido establecer mucho más sólidamente los hechos: hay retroceso de las enfermedades epidémicas y mejora de la alimentación.
Desde el comienzo del siglo XIX, gracias a la vacuna de Jenner, la viruela disminuye ininterrumpidamente y si bien es cierto que hay nuevas enfermedades, desconocidas en Europa,
como el cólera, que provocan todavía terribles mortandades, como las de 1832, 1849, 1854, 1865 y 1884, también se comprueba que en la segunda mitad del siglo se producen grandes progresos, gracias a los descubrimentos de Pasteur, Roux y Koch
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Se asiste también a un relativo retroceso del hambre y a una notable y progresiva mejora de la alimentación [...].
Pero el progreso no es general. Después de la escasez de 1846-1849, las épocas de hambre desaparecieron tanto de Europa como de América del Norte, y fueron mucho menos prolongadas en África y en América del Sur. Aunque en Asia siguen siendo irresistibles como, por ejemplo,
en Arabia, en China (tres a finales del siglo XIX) y, sobre todo, en la India (ocho en un siglo, cinco millones de muertos en 1876, un millón y medio en 1901).

El historiador Henri Hauser explica este contraste finisecular entre las regiones en donde la alimentación está asegurada con regularidad y aquellas en donde sigue planteando un problema trágico, en los siguientes términos: La atracción que ejercieron los grandes centros industriales
y la diversidad de las regiones de alimentación en las que se abastecen, tuvo la consecuencia, paradójica en apariencia, de dejar fuera de peligro de épocas de hambre a los países que no producen trigo, o que producen muy poco, y en cambio dejar a los grandes países productores a merced de una cosecha local deficitaria. Inglaterra por un lado, y la India, China y Rusia por otro, nos brindan impresionantes ejemplos a este respecto.
Inglaterra sabe que, para asegurar su alimentación, tiene que contar con la producción extranjera, para lo cual se toman las disposiciones del caso, se preparan las flotas necesarias y los aprovisionamientos dejan un margen suficiente para los posibles retrasos en la llegada de los
envíos. Si en Canadá se produce una cosecha inferior a lo previsto, será suficiente despachar unas cuantas órdenes telegráficas a Trieste o a Odessa para reemplazar las remesas que faltan y, para el consumidor, la única repercusión que tendrá todo ello será una insignificante alza en el precio del pan. Además, en el curso del siglo XIX, el precio del trigo en Inglaterra no dejó de bajar, fuera de ciertas pequeñas fluctuaciones de la cotización debidas a cauTasanst ofo retuni taInsd. ia como en China, la fertilidad del suelo concentró las poblaciones más numerosas, a tal punto que en ciertas regiones exclusivamente rurales se alcanzó la misma tasa de densidad que en los distritos más poblados de los países industriales. Para alimentar a los hindúes o a los chinos es necesario que la producción agrícola no caiga por debajo de la media prevista. Si la lluvia o el sol no se
presentan a tiempo, terribles hambres pueden diezmar estas poblaciones que sólo cuentan con sus propios recursos, y que no disponen de la organización necesaria para aprovisionarse en el exterior. A veces ocurre que los campesinos, en Rusia, se mueren de hambre exactamente en el
momento en que los depósitos de Rostov o de Odessa están llenos de cereales destinados a Inglaterra. La supresión de estos flagelos, cuya persistencia en nuestros días no puede dejar de asombramos, sólo puede obtenerse por medio de la multiplicación de la sociedad de previsión y de socorros mutuos y, sobre todo, por medio del desarrollo de vías de comunicación interiores, susceptibles de llevar pronto remedio a las situaciones desesperadas

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Los hombres son consumidores y productores al mismo tiempo. El incremento de su número, según sea lento o rápido, condiciona en gran medida la expansión económica.
Una fuerte presión demográfica es, a menudo, el mejor estímulo para las empresas, y un factor de optimismo para los comerciantes. Con frecuencia se compara el crecimiento

Si es verdad que una población muy grande puede, por debajo de un cierto nivel de desarrollo técnico, retrasar el take-off de un país, también es cierto que, por el contrario, para el país que dispone de inventos y empresarios dinámicos, es un factor favorable.
Una de las razones de la superioridad europea es este crecimiento de la población, en la medida en que se combina con la industrializado y en que, como veremos, hace posible una gran emigración fuera de Europa.

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