La era de las revoluciones
CAPITULO II
LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL
¿Qué significa la frase «estalló la revolución, industrial»? Significa que un día entre 1780 y 1790, y por primera vez en la historia humana, se liberó de sus cadenas al poder productivo de las sociedades humanas, que desde entonces se hicieron capaces de una constante, rápida y hasta el presente ilimitada multiplicación de hombres, bienes y servicios. Esto es lo que ahora se denomina técnicamente por los economistas el «take-off into self-sustained growth». Ninguna sociedad anterior había sido capaz de romper los muros que una estructura social preindustrial, una ciencia y una técnica defectuosas, el paro, el hambre y la muerte imponían periódicamente a la producción. El «take-off» no fue, desde luego, uno de esos fenómenos que, como los terremotos y los cometas, sorprenden al mundo no técnico. Su prehistoria en Europa puede remontarse, según el gusto del historiador y su clase de interés, al año 1000, si no antes, y sus primeros intentos para saltar al aire —torpes, como los primeros pasos de un patito— ya hubieran podido recibir el nombre de «revolución industrial» en el siglo XIII, en el XVI y en las últimas décadas del XVII. Desde mediados del XVIII, el proceso de aceleración se hace tan patente que los antiguos historiadores tendían a atribuir a la revolución industrial la fecha inicial de 1760. Pero un estudio más detenido ha hecho a los expertos preferir como decisiva la década de
Llamar revolución industrial a este proceso es algo lógico y conforme a una tradición sólidamente establecida, aunque algún tiempo hubo una tendencia entre los historiadores conservadores —quizá debida a cierto temor en presencia de conceptos incendiarios— a negar su existencia y a sustituir el término por otro más apacible, como, por ejemplo, «evolución acelerada». Si la súbita, cualitativa y fundamental transformación verificada hacia 1780 no fue una revolución, la palabra carece de un significado sensato. Claro que la revolución industrial no fue un episodio con principio y fin. Preguntar cuándo se completó es absurdo, pues su esencia era que, en adelante, nuevos cambios revolucionarios constituyeran su norma. Y así sigue siendo; a lo sumo podemos preguntamos si las transformaciones económicas fueron lo bastante lejos como para establecer una economía industrializada, capaz de producir —hablando en términos generales— todo cuanto desea, dentro del alcance de las técnicas disponibles, una «madura economía industrial», por utilizar el término técnico. En Inglaterra, y por tanto en todo el mundo, este período inicial de industrialización coincide probablemente y casi con exactitud con el período que abarca este libro, pues si empezó con el «take-off» en la década de 1780, podemos afirmar que concluyó con la construcción del ferrocarril y la creación de una fuerte industria pesada en Inglaterra en la década de 1840. Pero la revolución en sí, el período de «take-off», puede darse, con la precisión posible en tales materias, en los lustros que corren entre 1780 y 1800: es decir, simultáneamente, aunque con ligera prioridad, a
Sea lo que fuere de estos cómputos fue probablemente el acontecimiento más importante de la historia del mundo y, en todo caso, desde la invención de la agricultura y las ciudades. Y lo inició Inglaterra. Lo cual, evidentemente, no fue fortuito.
Si en el siglo XVIII iba a celebrarse una carrera para iniciar la revolución industrial, sólo hubo en realidad un corredor que se adelantara. Había un gran avance industrial y comercial, impulsado por los ministros y funcionarios —inteligentes y nada cándidos en el aspecto económico— de cada monarquía ilustrada europea, desde Portugal hasta Rusia, todos los cuales sentían tanta preocupación por el «desarrollo económico» como la que pueden sentir los gobernantes de hoy. Algunos pequeños Estados y regiones alcanzaban una industrialización verdaderamente impresionante, como, por ejemplo, Sajonia y el obispado de Lieja, si bien sus complejos industriales eran demasiado pequeños y localizados para ejercer la revolucionaria influencia mundial de los ingleses. Pero parece claro que, incluso antes de la revolución, Inglaterra iba ya muy por delante de su principal competidora potencial, en cuanto a producción per capita y comercio.
Como quiera que fuere, el adelanto británico no se debía a una superioridad científica y técnica. En las ciencias naturales, seguramente los franceses superaban con mucho a los ingleses.
Por fortuna, eran necesarios pocos refinamientos intelectuales para hacer la revolución industrial[1]. Sus inventos técnicos fueron sumamente modestos, y en ningún sentido superaron a los experimentos de los artesanos inteligentes en sus tareas, o las capacidades constructivas de los carpinteros, constructores de molinos y cerrajeros: la lanzadera volante, la máquina para hilar, el huso mecánico. Hasta su máquina más científica –la giratoria de vapor de James Watt (1784)— no requirió más conocimientos físicos de los asequibles en la mayor parte del siglo —la verdadera teoría de las máquinas de vapor sólo se desarrollaría «ex post facto» por el francés Carnot en 1820— y serían necesarias varias generaciones para su utilización práctica, sobre todo en las minas. Dadas las condiciones legales, las innovaciones técnicas de la revolución industrial se hicieron realmente a sí mismas, excepto quizá en la industria química. Lo cual no quiere decir que los primeros industriales no se interesaran con frecuencia por la ciencia y la búsqueda de los beneficios prácticos que ella pudiera proporcionarles[2]
Pero las condiciones legales se dejaban sentir mucho en Inglaterra, en donde había pasado más de un siglo desde que el primer rey fue procesado en debida forma y ejecutado por su pueblo, y desde que el beneficio privado y el desarrollo económico habían sido aceptados como los objetivos supremos de la política gubernamental. Para fines prácticos, la única solución revolucionaria británica para el problema agrario ya había sido encontrada. Un puñado de terratenientes de mentalidad comercial monopolizaba casi la tierra, que era cultivada por arrendatarios que a su vez empleaban a gentes sin tierras o propietarios de pequeñísimas parcelas. Muchos residuos de la antigua economía aldeana subsistían todavía para ser barridos por las Enclosure Acts (1760-1830) y transacciones privadas, pero difícilmente se puede hablar de un «campesinado británico» en el mismo sentido en que se habla de un campesinado francés, alemán o ruso. Los arrendamientos rústicos eran numerosísimos y los productos de las granjas dominaban los mercados; la manufactura se había difundido hacía tiempo por el campo no feudal. La agricultura estaba preparada, pues, para cumplir sus tres funciones fundamentales en. una era de industrialización: aumentar la producción y la productividad para alimentar a una población no agraria en rápido y creciente aumento; proporcionar un vasto y ascendente cupo de potenciales reclutas para las ciudades y las industrias, y suministrar un mecanismo para la acumulación de capital utilizable por los sectores más modernos de la economía. (Otras dos funciones eran probablemente menos importantes en
El hombre de negocios estaba indudablemente en un proceso de ganar más dinero, pues la mayor parte del siglo XVIII fue para casi toda Europa un período de prosperidad y de cómoda expansión económica; el verdadero fondo para el dichoso optimismo del volteriano doctor Pangloss. Se puede argüir que más pronto o más temprano esta expansión, ayudada por una suave inflación, habría impulsado a otros países a cruzar el umbral que separa a la economía preindustrial de la industrial. Pero el problema no es tan sencillo. Una gran parte de la expansión industrial del siglo XVIII no condujo de hecho, inmediatamente o -dentro del futuro previsible, a la revolución industrial por ejemplo, a la creación de un sistema de «talleres mecanizados» que a su vez produjeran tan gran cantidad de artículos disminuyendo tanto su coste como para no depender más de la demanda existente, sino para crear su propio mercado[3]. Así, por ejemplo, la rama de la construcción, o las numerosas industrias menores que producían utensilios domésticos de metal —clavos, navajas, tijeras, cacharros, etc.— en los Midlands ingleses y en el Yorkshire, alcanzaron gran expansión en este período, pero siempre en función de un mercado existente. En 1850, produciendo mucho más que en 1750, seguían haciéndolo a la manera antigua. Lo que necesitaban no era cualquier clase de expansión, sino la clase especial de expansión que generaba Manchester más bien que Birmingham.
Por otra parte, las primeras manifestaciones de la revolución industrial ocurrieron en una situación histórica especial, en la que el crecimiento económico surgía de las decisiones entrecruzadas de innumerables empresarios privados e inversores, regidos por el principal imperativo de la época: comprar en el mercado más barato para vender en el más caro. ¿Cómo iban a imaginar que obtendrían el máximo beneficio de una revolución industrial organizada en vez de unas actividades mercantiles familiares, más provechosas en el pasado? ¿Cómo iban a saber lo que nadie sabía todavía, es decir, que la revolución industrial produciría una aceleración sin igual en la expansión de sus mercados? Dado que ya se habían puesto los principales cimientos sociales de una sociedad industrial —como había ocurrido en
Estas consideraciones son aplicables en cierto modo a todos los países en el período que estudiamos. Por ejemplo, en todos ellos se pusieron a la cabeza del crecimiento industrial los fabricantes de mercancías de consumo de masas -principal, aunque no exclusivamente, textiles[5] que ya existía el gran mercado para tales mercancías y los negociantes pudieron ver con claridad sus posibilidades de expansión. No obstante, en otros aspectos sólo pueden aplicarse a Inglaterra, pues los primitivos industrializadores se enfrentaron con los problemas más difíciles. Una vez que
Inglaterra no disfrutaba de tales ventajas. Por otra parte, tenía una economía lo bastante fuerte y un Estado lo bastante agresivo para apoderarse de los mercados de sus competidores. En efecto, las guerras de 1793-1815, última y decisiva fase del duelo librado durante un siglo por Francia e Inglaterra, eliminaron virtualmente a todos los rivales en el mundo extraeuropeo, con la excepción de los jóvenes Estados Unidos. Además, Inglaterra poseía una industria admirablemente equipada para acaudillar la revolución industrial en las circunstancias capitalistas, y una coyuntura económica que se lo permitía: la industria algodonera y la expansión colonial.
II
La industria británica, como todas las demás industrias algodoneras, tuvo su origen como un subproducto del comercio ultramarino, que producía su material crudo (o más bien uno de sus materiales crudos, pues el producto original era el fustán, mezcla de algodón y lino), y los artículos de algodón indio o indianas, que ganaron los mercados, de los que los fabricantes europeos intentarían apoderarse con sus imitaciones. En un principio no tuvieron éxito, aunque fueran más capaces de reproducir a precios de competencia las mercancías más toscas y baratas que las finas y costosas. Sin embargo, por fortuna, los antiguos y poderosos magnates del comercio de lanas conseguían periódicamente la prohibición de importar los calicoes o indianas (que el interés puramente mercantil de
El comercio colonial había creado la industria del algodón y continuaba nutriéndola. En el siglo XVIII se desarrolló en el «hinterland» de los mayores puertos coloniales, como Bristol, Glasgow y especialmente Liverpool, el gran centro de comercio de esclavos. Cada fase de este inhumano pero rápidamente próspero tráfico, parecía estimular a aquella. De hecho, durante todo el período a que este libro se refiere, la esclavitud y el algodón marcharon juntos. Los esclavos africanos se compraban, al menos en parte, con algodón indio; pero cuando el suministro de éste se interrumpía por guerras o revueltas en
De este modo, la industria del algodón fue lanzada como un planeador por el impulso del comercio colonial al que estaba ligada; un comercio que prometía no sólo una grande, sino también una rápida y sobre todo imprevisible expansión que incitaba a los empresarios a adoptar las técnicas revolucionarias para conseguirla. Entre 1750 y 1769, la exportación de algodones británicos aumentó más de diez veces. En tal situación, las ganancias para el hombre que llegara primero al mercado con sus remesas de algodón eran astronómicas y compensaban los riesgos inherentes a las aventuras técnicas. Pero el mercado ultramarino, y especialmente el de las pobres y atrasadas «zonas subdesarrolladas», no sólo aumentaba dramáticamente de cuando en cuando, sino que se extendía constantemente sin límites aparentes. Sin duda, cualquier sección de él, considerada aisladamente, era pequeña para la escala industrial, y la competencia de las «economías avanzadas» lo hacía todavía más pequeño para cada una de éstas. Pero, como hemos visto, suponiendo a cualquiera de esas economías avanzadas preparada, para un tiempo suficientemente largo, a monopolizarlo todo o casi todo, sus perspectivas eran realmente ilimitadas. Esto es precisamente lo que consiguió la industria británica del algodón, ayudada por el agresivo apoyo del gobierno inglés. En términos mercantiles, la revolución industrial puede considerarse, salvo en unos cuantos años iniciales, hacia 1780-1790, como el triunfo del mercado exterior sobre el interior: en 1814 Inglaterra exportaba cuatro yardas de tela de algodón por cada tres consumidas en ella; en 1850, trece por cada ocho[7]. Y dentro de esta creciente marea de exportaciones, la importancia mayor la adquirirían los mercados coloniales o semicoloniales que la metrópoli tenía en el exterior. Durante las guerras napoleónicas, en que los mercados europeos estuvieron cortados por el bloqueo, esto era bastante natural. Pero una vez terminadas las guerras, aquellos mercados continuaron afirmándose. En 1820, abierta Europa de nuevo a las importaciones británicas, consumió 128 millones de yardas de algodones ingleses, y América —excepto los Estados Unidos—, África y Asia consumieron 80 millones; pero en 1840 Europa consumiría 200 millones de yardas, mientras las «zonas subdesarrolladas» consumirían 529 millones.
Dentro de estas zonas, la industria británica había establecido un monopolio a causa de la guerra, las revoluciones de otros países y su propio gobierno imperial. Dos regiones merecen un examen particular. Hispanoamérica vino a depender virtualmente casi por completo de las importaciones británicas durante las guerras napoleónicas, y después de su ruptura con España y Portugal se convirtió casi por completo en una dependencia económica de Inglaterra, aislada de cualquier interferencia política de los posibles competidores de este último país. En 1820, el empobrecido continente adquiría ya una cuarta parte más de telas de algodón inglés que Europa; en 1840 adquiría la mitad que Europa. Las Indias Orientales habían sido, como hemos visto, el exportador tradicional de mercancías de algodón, impulsadas por
El algodón, por todo ello, ofrecía unas perspectivas astronómicas para tentar a los negociantes particulares a emprender la aventura de la revolución industrial, y una expansión lo suficientemente rápida como para requerir esa revolución. Pero, por fortuna, también ofrecía las demás condiciones que la hacían posible. Los nuevos inventos que lo revolucionaron —las máquinas de hilar, los husos mecánicos, y un poco más tarde los poderosos telares— eran relativamente sencillos y baratos y compensaban enseguida sus gastos de instalación con una altísima producción. Podían ser instalados —si era preciso, gradualmente— por pequeños empresarios que empezaban con unas cuantas libras prestadas, pues los hombres que controlaban las grandes concentraciones de riqueza del siglo XVIII no eran muy partidarios de invertir cantidades importantes en la industria. La expansión de la industria pudo financiarse fácilmente al margen de las ganancias corrientes, pues la combinación de sus conquistas de vastos mercados y una continua inflación de precios produjo fantásticos beneficios. «No fueron el cinco o el diez por ciento, sino centenares y millares por ciento los que hicieron las fortunas del Lancashire» —diría más tarde, con razón, un político inglés—. En 1789, un exayudante de pañero como Robert Owen podría empezar en Manchester con cien libras prestadas y en 1809 adquirir la parte de sus socios en la empresa New Lanark Mills por
Pero la fabricación del algodón tenía otras ventajas. Toda la materia prima venía de fuera, por lo cual su abastecimiento podía aumentarse con drásticos procedimientos utilizados por los blancos en las colonias —esclavitud y apertura de nuevas áreas de cultivo— más bien que con los lentísimos procedimientos de la agricultura europea. Tampoco se veía estorbado por los tradicionales intereses de los agricultores europeos[9]. Desde 1790 la industria algodonera británica encontró su suministro, al cual permaneció ligada su fortuna hasta 1860, en los recién abiertos Estados del Sur de los Estados Unidos. De nuevo, entonces, en un momento crucial de la manufactura (singularmente en el hilado) el algodón padeció las consecuencias de una merma de trabajo barato y eficiente, viéndose impulsado a la mecanización total. Una industria como la del lino, que en un principio tuvo muchas más posibilidades de expansión colonial que el algodón, adoleció a la larga de la facilidad con que su barata y no mecanizada producción pudo extenderse por las empobrecidas regiones campesinas (principalmente en Europa central, pero también en Irlanda) en las que florecía sobre todo. Pues el camino evidente de la expansión industrial en el siglo XVIII, tanto en Sajonia y Normandía como en Inglaterra, era no construir talleres, sino extender el sistema llamado «doméstico», en el que los trabajadores —unas veces antiguos artesanos independientes, otras, campesinos con tiempo libre en la estación muerta— elaboraban el material en bruto en sus casas, con sus utensilios propios o alquilados, recibiéndolo de y entregándolo de nuevo a los mercaderes, que estaban a punto de convertirse en empresarios[10]. Claro está que, tanto en Inglaterra como en el resto del mundo económicamente progresivo, la principal expansión en el período inicial de industrialización continuó siendo de esta clase. Incluso en la industria del algodón, esos procedimientos se extendieron mediante la creación de grupos de tejedores manuales domésticos que servían a los núcleos de los telares mecánicos, por ser el trabajo manual primitivo más eficiente que el de las máquinas. En todas partes, el tejer se mecanizó al cabo de una generación, y en todas partes los tejedores manuales murieron lentamente. a veces rebelándose contra su terrible destino, cuando ya la industria no los necesitaba para nada.
III
Así, pues, la opinión tradicional que ha visto en el algodón el primer paso de la revolución industrial inglesa es acertada. El algodón fue la primera industria revolucionada y no es fácil ver qué otra hubiera podido impulsar a los patronos de empresas privadas a una revolución. En 1830, la algodonera era la única industria británica en la que predominaba el taller o «hilandería» (nombre este último derivado de los diferentes establecimientos preindustriales que emplearon una potente maquinaria). Al principio (1780-1815) estas máquinas se dedicaban a hilar, cardar y realizar algunas otras operaciones secundarias; después de 1815 se ampliaron también para el tejido. Las fábricas a las que las nuevas disposiciones legales —Factory Acts— se referían, fueron, hasta 1860-1870, casi exclusivamente talleres textiles, con absoluto predominio de los algodoneros. La producción fabril en las otras ramas textiles se desenvolvió lentamente antes de 1840, y en las demás manufacturas era casi insignificante. Incluso las máquinas de vapor, utilizadas ya por numerosas industrias en 1815, no se empleaban mucho fuera de la de la minería. Puede asegurarse que las palabras «industria» y «fábrica» en su sentido moderno se aplicaban casi exclusivamente a las manufacturas del algodón en el Reino Unido.
Esto no es subestimar los esfuerzos realizados para la renovación industrial en otras ramas de la producción, sobre todo en las demás textiles[11] en las de la alimentación y bebidas, en la construcción de utensilios domésticos, muy estimuladas por el rápido crecimiento de las ciudades. Pero, en primer lugar, todas ellas empleaban a muy poca gente: ninguna de ellas se acercaba ni remotamente al millón y medio de personas directa o indirectamente empleadas en la industria del algodón en 1833[12]. En segundo lugar, su poder de transformación era mucho más pequeño: la industria cervecera, que en muchos aspectos técnicos y científicos estaba más avanzada y mecanizada, y hasta revolucionada antes que la del algodón, escasamente afectó a la economía general, como lo demuestra la gran cervecera Guinness de Dublín que dejó al resto de la economía dublinesa e irlandesa (aunque no los gustos locales) lo mismo que estaba antes de su creación[13]. La demanda derivada del algodón —en cuanto a la construcción y demás actividades en las nuevas zonas industriales, en cuanto a máquinas, adelantos químicos, alumbrado industrial, buques, etc.— contribuyó en cambio en gran parte al progreso económico de Inglaterra hasta 1830. En tercer lugar, la expansión de la industria algodonera fue tan grande y su peso en el comercio exterior británico tan decisivo, que dominó los movimientos de la economía total del país. La cantidad de algodón en bruto importado en Inglaterra subió desde 11 millones de libras en
No obstante, aunque la expansión de la industria algodonera y de la economía industrial dominada por el algodón «superaba todo cuanto la imaginación más romántica hubiera podido considerar posible en cualquier circunstancia»[15], su progreso distaba mucho de ser uniforme y en la década 1830-1840 suscitó los mayores problemas de crecimiento, sin mencionar el desasosiego revolucionario sin igual en ningún período de la historia moderna de
Sus más graves consecuencias fueron sociales: la transición a la nueva economía creó miseria y descontento, materiales primordiales de la revolución social. Y en efecto, la revolución social estalló en la forma de levantamientos espontáneos de los pobres en las zonas urbanas e industriales, dio origen a las revoluciones de 1848 en el continente y al vasto movimiento cartista en Inglaterra. El descontento no se limitaba a los trabajadores pobres. Los pequeños e inadaptables negociantes, los pequeños burgueses y otras ramas especiales de la economía, resultaron también víctimas de la revolución industrial y de sus ramificaciones. Los trabajadores sencillos e incultos reaccionaron frente al nuevo sistema destrozando las máquinas que consideraban responsables de sus dificultades; pero también una cantidad —sorprendentemente grande— de pequeños patronos y granjeros simpatizaron abiertamente con esas actitudes destructoras, por considerarse también víctimas de una diabólica minoría de innovadores egoístas. La explotación del trabajo que mantenía las rentas del obrero a un nivel de subsistencia, permitiendo a los ricos acumular los beneficios que financiaban la industrialización y aumentar sus comodidades, suscitaba el antagonismo del proletariado. Pero también otro aspecto de esta desviación de la renta nacional del pobre al rico, del consumo a la inversión, contrariaba al pequeño empresario. Los grandes financieros, la estrecha comunidad de los rentistas nacionales y extranjeros, que percibían lo que todos los demás pagaban de impuestos —alrededor de un 8 por 100 de toda la renta nacional[17]—, eran quizá más impopulares todavía entre los pequeños negociantes, granjeros y demás que entre los braceros, pues aquéllos sabían de sobra lo que eran el dinero y el crédito para no sentir una rabia personal por sus perjuicios. Todo iba muy bien para los ricos, que podían encontrar cuanto crédito necesitaran para superar la rígida deflación y la vuelta a la ortodoxia monetaria de la economía después de las guerras napoleónicas; en cambio, el hombre medio era quien sufría y quien en todas partes y en todas las épocas del siglo XIX solicitaba, sin obtenerlos, un fácil crédito y una flexibilidad financiera[18]. Los obreros y los pequeños burgueses descontentos se encontraban al borde de un abismo y por ello mostraban el mismo descontento, que les uniría en los movimientos de masas del «radicalismo», la «democracia» o el «republicanismo», entre los cuales el radical inglés, el republicano francés y el demócrata jacksoniano americano serían los más formidables entre 1815 y 1848.
Sin embargo, desde el punto de vista de los capitalistas, esos problemas sociales sólo afectaban al progreso de la economía si, por algún horrible accidente, derrocaran el orden social establecido. Por otra parte, parecía haber ciertos fallos inherentes al proceso económico que amenazaban a su principal razón de ser: la ganancia. Si los réditos del capital se reducían a cero, una economía en la que los hombres producían sólo por la ganancia, volvería a aquel «estado estacionario» temido por los economistas[19].
Los tres fallos más evidentes fueron el ciclo comercial de alza y baja, la tendencia de la ganancia a declinar y (lo que venía a ser lo mismo) la disminución de las oportunidades de inversiones provechosas. El primero de ellos no se consideraba grave, salvo por los críticos del capitalismo en sí, que fueron los primeros en investigarlo y considerarlo como parte integral del proceso económico del capitalismo y un síntoma de sus inherentes contradicciones[20]. Las crisis periódicas de la economía que conducían al paro, a la baja de producción, a la bancarrota, etc., eran bien conocidas. En el siglo XVIII reflejaban, por lo general, alguna catástrofe agrícola (pérdida de cosechas, etc.), y, como se ha dicho, en el continente europeo, las perturbaciones agrarias fueron la causa principal de las más profundas depresiones hasta el final del período que estudiamos. También eran frecuentes en Inglaterra, al menos desde 1793, las crisis periódicas en los pequeños sectores fabriles y financieros. Después de las guerras napoleónicas, el drama periódico de las grandes subidas y caídas —en 1825-1826, en 1836-1837, en 1839-1842, en 1846-1848— dominaba claramente la vida económica de una nación en paz. En la década 1830-1840, la verdaderamente crucial en la época que estudiamos, ya se reconocía vagamente que eran un fenómeno periódico y regular, al menos en el comercio y en las finanzas[21]. Sin embargo, se atribuían generalmente por los hombres de negocios a errores particulares —como, por ejemplo, la superespeculación en los depósitos americanos— o a interferencias extrañas en las plácidas operaciones de la economía capitalista sin creer que reflejaran alguna dificultad fundamental del sistema.
No así la disminución del margen de beneficios, como lo ilustra claramente la industria del algodón. Inicialmente, esta industria disfrutaba de inmensas ventajas. La mecanización aumentó mucho la productividad (por ejemplo, al reducir el costo por unidad producida) de los trabajadores, muy mal pagados en todo caso, y en gran parte mujeres y niños[22]. De los 12.000 operarios de las fábricas de algodón de Glasgow en 1833, sólo 2.000 percibían un jornal de 11 chelines semanales. En 131 fábricas de Manchester los jornales eran inferiores a 12 chelines, y sólo en 21 superiores[23]. Y la construcción de fábricas era relativamente barata: en 1846, una nave para 410 máquinas, incluido el coste del suelo y las edificaciones, podía construirse por unas
Después de 1815 estas ventajas se vieron cada vez más neutralizadas por la reducción del margen de ganancias. En primer lugar, la revolución industrial y la competencia causaron una constante y dramática baja en el precio del artículo terminado, pero no en los diferentes costos de la producción[25]. En segundo lugar, después de 1815, el ambiente general de los precios era de deflación y no de inflación, o sea, que las ganancias, lejos de gozar de un alza, padecían una ligera baja. Así, mientras en 1784 el precio de venta de una libra de hilaza era de 10 chelines con 11 peniques, y el costo de la materia bruta de dos chelines, dejando un margen de ganancia de 8 chelines y 11 peniques, en 1812 su precio de venta era de 2 chelines con 6 peniques, el costo del material bruto de 1 con 6 (margen de un chelín) y en 1832 su precio de venta 11 peniques y cuarto, el de adquisición de material en bruto de 7 peniques y medio y el margen de beneficio no llegaba a los 4 peniques[26]. Claro que la situación, general en toda la industria británica —también en la avanzada—, no era del todo trágica. «Las ganancias son todavía suficientes —escribía el paladín e historiador del algodón en 1835 en un arranque de sinceridad— para permitir una gran acumulación de capital en la manufactura» [27]. Como las ventas totales seguían ascendiendo, el total de ingresos ascendía también, aunque la unidad de ganancias fuera menor. Todo lo que se necesitaba era continuar adelante hasta llegar a una expansión astronómica. Sin embargo parecía que el retroceso de las ganancias tenía que detenerse o al menos atenuarse. Esto sólo podía lograrse reduciendo los costos. Y de todos los costos, el de los jornales —que McCulloch calculaba en tres veces el importe anual del material en bruto— era el que más se podía comprimir.
Podía comprimirse por una reducción directa de jornales, por la sustitución de los caros obreros expertos por mecánicos más baratos, y por la competencia de la máquina. Esta última redujo el promedio semanal del jornal de los tejedores manuales en Bolton de 33 chelines en 1795 y 14 en
Así, pues, la industria se veía obligada a mecanizarse (lo que reduciría los costos al reducir el número de obreros), a racionalizarse y a aumentar su producción y sus ventas, sustituyendo por un volumen de pequeños beneficios por unidad la desaparición de los grandes márgenes. Su éxito fue vario. Como hemos visto, el aumento efectivo en producción y exportación fue gigantesco; también, después de 1815, lo fue la mecanización de los oficios hasta entonces manuales o parcialmente mecanizados, sobre todo el de tejedor. Esta mecanización tomó principalmente más bien la forma de una adaptación o ligera modificación de la maquinaria ya existente que la de una absoluta revolución técnica. Aunque la presión para esta innovación técnica aumentara significativamente —en 1800-1820 hubo 39 patentes nuevas de telares de algodón, etc., 51 en 1820-1830, 86 en 1830-1840 y 156 en la década siguiente[29]—, la industria algodonera británica se estabilizó tecnológicamente en 1830. Por otra parte, aunque la producción por operario aumentara en el período posnapoleónico, no lo hizo con una amplitud revolucionaria. El verdadero y trascendental aumento de operaciones no ocurriría hasta la segunda mitad del siglo.
Una presión parecida había sobre el tipo de interés del capital, que la teoría contemporánea asimilaba al beneficio. Pero su examen nos lleva a la siguiente fase del desarrollo industrial: la construcción de una industria básica de bienes de producción.
[1] "Por una parte, es satisfactorio ver cómo los ingleses adquieren un rico tesoro para su vida política del estudio de los autores antiguos, aunque éste lo realicen pedantescamente. Hasta el punto de que con frecuencia los oradores parlamentarios citan a todo pasto a esos autores, práctica aceptada favorablemente por
[2] Cf. A. E. Musson y E. Robinson: Science and Industry in the Late Eighteenth Century, "Economic History Review", XIII, 2 de diciembre de 1960; y la obra de R. E. Schofield sobre los industriales de los Midlands y
[3] La moderna industria del motor es un buen ejemplo de esto. No fue la demanda de automóviles existente en 1890 la que creó una industria de moderna envergadura, sino la capacidad para producir automóviles baratos la que dio lugar a la moderna masa de peticiones.
[4] Sólo lentamente el poder adquisitivo aumentó con el crecimiento de población, la renta per capita, el precio los transportes y las limitaciones del comercio. Pero el mercado se ampliaba, y la cuestión vital consistía en que un producto de mercancías de gran consumo adquiriera nuevos mercados que le permitieran una continua expansión de su producción (K. Berrill: International Trade and the Rate of Economic Growth, "Economic History Review", XII, 1960, pág. 358.
[5] G. Hoffmann: The Growth of Industrial Economies,
[6] A. P. Wadsworth y J. de L. Mann: The Cotton Trade and Industrial Lancashire, 1931, cap. VII.
[7] F. Crouzet: Le blocus continental et l'économie britannique, 1958, pág. 63, sugiere que en 1805 llegaba a los dos tercios.
[8] P. K. 0'Brien: British Incomes and Property in the Early Nineteenth Century, "Economic History Review", XII, 2. 1959, pág. 267.
[9] Los suministros ultramarinos de lana, en cambio, fueron de escasa importancia durante el período que estudiamos, y sólo se convirtieron en un factor mayor en 1870.
[10] El "sistema doméstico", que es una etapa universal del desarrollo industrial en el camino desde la producción artesana a la moderna industria, puede tomar innumerables formas, algunas de las cuales se acercan ya al taller. Si un escritor del siglo XVIII habla de "manufacturas", lo que quiere decir es invariable para todos los países occidentales.
[11] En todos los países que poseían cualquier clase de manufacturas comerciales, las textiles tendían a predominar; en Silesia (1800) significaban el 74 por 100 del valor total (Hoffmann, op. cit., pág. 73).
[12] Baines: History of the Cotton Manufacture in
[13] P. Mathias: The Brewing industry in
[14] M. Mulhall: Dictionary of Statistics, 1892, pág. 158.
[15] Baines, op. cit., pág. 112.
[16] CF Phyllis Deane: Estimates of the British National Income, Economic History Review", abril de 1956 y abril de 1957.
[17] 0'Brien, op. cit., pág. 267
[18] Desde el radicalismo posnapoleónico en Inglaterra hasta el populismo en los Estados Unidos, todos los movimientos de protesta que incluían a los granjeros y a los pequeños empresarios se caracterizaban por sus peticiones de flexibilidad financiera para obtener el dinero necesario
[19] Para el estado estacionario, cf. J. Schumpeter: History of Economic Analysis, 1954, págs. 570-571. La fórmula principal es de John Stuart Mill, Principles of Political Economy, libro IV, cap. IV: "Cuando un país ha tenido durante mucho tiempo una gran producción y una gran red de impuestos para aprovecharla, y cuando, por ello, ha contado con los medios para un gran aumento anual de capital, una de las características de tal país es que la proporción de beneficios está, por decirlo así, a un palmo del mínimum, y el país, por eso, al borde del estado estacionario... La mera prolongación del presente aumento de capital, si no se presentan circunstancias que contraríen sus efectos, bastaría en pocos años para reducir esos beneficios al mínimum." No obstante cuando esto se publicó (1848), la fuerza contraria —la ola de desarrollo producida por el ferrocarril— ya había aparecido
[20] El suizo Simonde de Sismonde y el conservador Malthus, hombre de mentalidad campesina, fueron los primeros en tratar de estos temas antes de 1825. Los nuevos socialistas hicieron de sus teorías sobre la crisis una clave de su crítica del capitalismo.
[21] Por el radical John Wade: History of the Middle and Working Classes; el banquero lord Overstone, Reflections Suggested by the Perusal of Mr. J. Horsiey Palmer's Pamphlet on the Causes and Consequences of the Pressure on the Money Market, 1837; el veterano Anti-Corn Law J. Wilson: Fluctuations of Currency, Commerce and Manufacture: Referable to the Corn Laws, 1840, en Francia, por A. Blanqui (hermano del famoso revolucionario), en 1837, y M. Briaune, en 1840. Y sin duda, por muchos más.
[22] E. Baines estimaba en 1835 el jornal medio de los obreros de los telares mecánicos en diez chelines semanales —con dos semanas de vacaciones sin Jornal al año—, y el de los obreros de telares a mano, en siete chelines.
[23] Baines: op.cit. pág. 441; A. Ure y P.L.Simmonds; The Cotton Manufacture of Great Britain, edición de 1861, pág 390 y sigs.
[24] Geo. White: A Treatise on Weaving,
[25] M. Blaug: The Productivity of Capital in the Lancashire Cotton Industry during the Nineteenth Century, "Economic History Review", abril de 1961.
[26] Thomas EIlison: The Cotton Trade of Great Britain, Londres, 1886, pág. 61. 30. Baines: op. cit., pág. 356.
[27] Baines, op. Cit. pág. 356
[28] Baines, op. Cit. pág. 489
[29] Ure y Simmonds: op. cit., vol. HI, págs., 317 y sigs.